“La música es el sonido mismo de los sentimientos” – Autor desconocido
“La música es la poesía del aire” – Jean Paul Friedrich Richter
“La música es la poesía del aire” – Jean Paul Friedrich Richter
La música es una de las creaciones más exclusivas y personales del ser humano. Desde los tiempos del patriarca Jubal, padre de todos los que tocan la lira y la flauta, hasta el día de hoy, la música es en su esencia uno de los tesoros más amados por la humanidad. Generación tras generación la gente ha vivido al son de la música. Esta tendencia musical innata del hombre es la que ha despertado la curiosidad de pensadores y filósofos, siendo por algunos momentos considerada el máximo regalo de Dios, y por otros el supremo don humano. Y es que la concepción misma del arte sonoro es una absoluta contradicción. No existe expresión más pura y poderosa a la vez, capaz de atravesar la mismísima alma de las personas y moldear sus sentimientos y personalidades de forma totalmente caprichosa. La música nos da identidad, seguridad, placer y energía, al punto que Nietzsche afirma que la vida sería un error sin ella. Al mismo tiempo, es algo totalmente despreciable (desde un punto de vista absolutamente objetivo). No suple una necesidad básica ni existencial, y ni siquiera es algo que se pueda poseer. Nuevamente – con una objetividad que ralla la locura – la música es ni más ni menos que la percepción de diferencias de presión en el aire por parte de nuestro oído. ¿Entonces como puede ser que no podamos vivir sin nuestras preciadas variaciones de presión?
La realidad es que el hombre, junto con una mente privilegiada, una consciencia y un alma, ha adquirido ciertos… digámosle, caprichos. Uno de estos caprichos puede resumirse en dos palabras: armonía y balance. El ser humano no sólo busca, sino que necesita creer en un orden universal, armónico y balanceado. Un orden que describa el movimiento de los astros, que prediga el clima y que explique las interacciones entre los elementos. Algo, cualquier cosa, que nos libre de la terrible conclusión de que vivimos en un mundo caótico. Incluso la entropía, o tendencia al desorden, tiene que ser conceptualizada de forma ordenada, en principios y ecuaciones. Nuestro entorno tiene que ser pulido, de forma tal de llegar al punto de poder predecir y ver patrones en todo. Llegamos al punto de necesitar saber exactamente donde se encuentra cada una de nuestras pertenencias, y formar un mapa mental de todos los lugares que conocemos. Es que el hombre no sólo vive en el mundo, sino que se apropia del mundo. Y es durante este proceso de apropiación en que debemos transformar al caos en orden. Nos guste o no, somos seres vivos, y como tales, somos un conjunto de materia ordenada. Poseemos un cuerpo ordenado, que percibe ordenadamente su entorno mediante los sentidos; y una mente ordenada, que almacena ordenadamente recuerdos y sentimientos. Por lo tanto, es necesario que el cosmos sea ordenado, ya que sino no va a poder ser percibido ni entendido.
Es así que se crea la ciencia, aquella preciosa herramienta que más allá de explicar, trae paz a nuestros inquietos corazones. Con ella podemos adueñarnos de nuestro entorno, y exclamarle al mundo “¡Soy tu dueño, porque sé cómo funcionas!”. En este proceso de comunión casi espiritual con la existencia encontramos nuestra verdadera identidad.
Una vez que somos dueños de nuestros alrededores, podemos pasearnos felizmente por el bosque de la experimentación, que no es ni más ni menos que un juego pero con un nombre más importante. Y es a través de este juego que la música cobra vida. Nos adueñamos de las maderas y los metales, de las vibraciones y de las presiones, incluso de las moléculas de aire. A través de la música somos sus maestros, aún sin poder verlas. Las ordenamos y disponemos de ellas de la forma que queramos, las obligamos a ir y venir a nuestro antojo. Y obviamente, lo hacemos de forma tal que adopten una armonía y un balance. Un ritmo definido, palpable como el sonar de nuestros corazones, sirve de esqueleto para que podamos expresarle al universo, a través de hermosas melodías, lo que anhelamos de él. Comunicarnos con la creación misma, entrar en armonía con el cosmos, sentir la fuerza creadora de Dios recorriendo nuestro cuerpo. Tomar el mundo como elemento para entablar una conversación con él mismo, y utilizar los elementos que él nos provee para decirle como queremos que sea. La música es trascendencia, al punto tal que va más allá de las palabras que puedan llegar a intentar describirla.
Desde mi punto de vista, la humanidad jamás se acercará tanto a los cielos como lo hace a través de la música. Ni las antiguas pirámides mayas y egipcias, ni las inmensas catedrales europeas, ni los recientes rascacielos pueden alejar al hombre de su mundana vida cotidiana y transportarlo a la bóveda celestial. Y esto es porque no importa la altura a la que se encuentren nuestros cuerpos, la única forma de elevarnos como seres es viajar con el poder de nuestras almas. Y la música es ni más ni menos que una escalera celestial para el espíritu. Combinando una pureza absoluta, inhumana prácticamente, con una fuerza emotiva digna del más allá, la verdadera música es alimento para el ser. Es maná, creada para regocijo del alma.
Ahora sí podemos entender porqué aquellas ondas sonoras son tan fundamentales para nosotros, a pesar de su aparente insignificancia. Son estas vibraciones que hacen que nos comuniquemos con lo externo y lo interno a la vez, generando un vínculo único entre alma y universo, proveyéndonos de sentido e identidad. Son estas frecuencias que nos hacen comprender y experimentar tanto lo mundano como lo celestial, sirviendo de puente entre las realidades más disímiles que se puedan imaginar. Convirtiendo nuestros entornos en algo manipulable y entendible, es la música el súmmum de la curiosidad humana, siendo a través de los sentimientos que expresamos con ella que podemos racionalizar nuestra existencia.
¿Qué sería de nuestro pobre corazón miedoso si no pudiera aferrarse a estas contradictorias ondulaciones?
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