21 febrero, 2010

La absoluta libertad del ser

En China inventaron una nueva flauta. Un maestro de música descubrió las sutiles bellezas de su tono y la llevó a su país, donde dio conciertos por todas partes. Una noche se reunió con una comunidad de músicos y amantes de la música que vivían en cierta ciudad. Al final del concierto lo invitaron a tocar. Sacó la flauta nueva y tocó una pieza. Cuando terminó hubo silencio en la habitación durante un largo rato. Luego se oyó la voz del más viejo de los presentes desde el fondo del salón: “¡Como un dios!”.
Al día siguiente, mientras este maestro hacía las maletas para marcharse, los músicos se le acercaron y le preguntaron cuánto se tardaría en aprender a tocar la nueva flauta. “Años”, respondió. Le preguntaron si tomaría un alumno y respondió que sí. Cuando se fue, los músicos decidieron entre ellos enviarle a un joven, un flautista brillantemente talentoso, sensible a la belleza, diligente y confiable. Le dieron dinero para vivir y para pagar las clases del maestro y lo enviaron a la capital, donde aquél vivía.
El alumno llegó y fue aceptado por el maestro, quien le dio una sola melodía simple para tocar. Al principio el alumno recibió instrucción sistemática, pero aprendía con facilidad todos los problemas técnicos. Llegaba para la clase diaria, se sentaba y tocaba la melodía… y el maestro sólo podía decir: “Falta algo”. El alumno se esforzaba de todas las formas posibles; practicaba horas y horas, pero día tras día, semana tras semana, todo lo que el maestro decía era “falta algo”. El alumno pidió al maestro que cambiara la melodía, pero el maestro se negó. La ejecución diaria de la melodía, y la diaria respuesta “falta algo” continuaron durante meses. La esperanza de éxito del alumno y su miedo al fracaso se intensificaban, y oscilaba entre la agitación y el abatimiento.
Finalmente ya no pudo seguir soportando la frustración. Una noche hizo la maleta y huyó sigilosamente. Siguió viviendo un tiempo más en la capital, hasta que se quedó sin dinero. Empezó a beber. Por fin, ya en la miseria, volvió a su tierra natal. Como le daba vergüenza mostrar la cara a sus colegas, encontró una casa en el campo. Todavía poseía sus flautas, todavía tocaba, pero no encontraba nueva inspiración en la música. Los granjeros que pasaban lo oyeron tocar y le enviaron a sus hijos para que les enseñara los rudimentos. De esa manera vivió durante años.
Una mañana alguien golpeó a su puerta. Era el virtuoso más viejo del pueblo, junto con el más joven de los estudiantes. Le dijeron que esa noche darían un concierto, y que todos habían decidido que no se haría sin su presencia. Con cierto esfuerzo vencieron los sentimientos de miedo y vergüenza del músico, quien casi en trance tomó su flauta y fue con ellos.
Comenzó el concierto. Mientras el músico esperaba detrás del escenario nadie interrumpió su silencio interior. Por fin, al final del concierto, lo llamaron al escenario. Se presentó con sus ropas harapientas. Miró su flauta que tenía en las manos: descubrió que había elegido la flauta nueva.
Entonces se dio cuenta de que no tenía nada que ganar ni nada que perder. Se sentó y tocó la misma melodía que había tocado tantas veces para su maestro en el pasado. Cuando terminó se hizo un largo silencio. Luego se oyó la voz del más viejo, quien dijo con suavidad desde el fondo de la habitación: “¡Como un dios!”.


Cuento popular chino, originalmente tomado de Zen and the Ways, Trevor Leggett (1978)

03 febrero, 2010

El placer de Euterpe

Pocas discusiones son tan difíciles de abordar como aquellas que intentan penetrar hasta la esencia misma de algo en particular. Suelen estar plagadas de malentendidos, visiones contradictorias y caminos sin salida. No es casualidad que no haya habido ni siquiera dos filósofos sobre este mundo que hayan concordado en sus visiones de la naturaleza que los rodea. Cada uno tiene una concepción totalmente única de incluso las cosas más comunes, una estructura irrepetible, construida en base a años de aprendizaje y experiencias. Con la mayor de las sutilezas entonces, me propongo indagar las respuestas a una pregunta que ha causado dolores de cabeza a más de uno: ¿Qué es verdaderamente la música?
Un inmenso obstáculo nubla la vista en dicha dirección, y este es la complejidad que presupone contestar aquella pregunta de forma unánime. Con toda seguridad el número de respuestas distintas que hallemos será equivalente al número de personas a quienes les preguntemos. Un caso extremo es el que ya hemos discutido al hablar de la aparente dicotomía que se genera al abordar la cuestión desde el punto de vista de un músico y el de un físico. La lista de respuestas puede crecer inmensamente si se agregan a estas versiones las compartidas por sociólogos, filósofos, psicólogos, etc. Sin embargo tiene que haber un hilo conductor, una especie de intersección que siente las bases de un acuerdo interdisciplinario. Con la esperanza de que dicha solución se encuentre en la lingüística y la etimología, rodeo mi escritorio de diccionarios y enciclopedias y me sumerjo en un mundo totalmente extraño para mí.
Partamos desde los orígenes. La palabra “música” proviene del griego mousike que vendría a ser el adjetivo que significa “de las musas” y que en su forma derivada pasa a referirse al “arte de las musas”. Ahora bien, las musas eran aquellas deidades de la mitología griega que inspiraban la creación literaria y artística. La leyenda sobre su origen, así también como su número total, varía durante el transcurso de la civilización helénica. Sin embargo, se suele considerar la existencia de nueve musas, todas ellas hijas de Zeus y Mnemósine, diosa de la memoria. Cada una de ellas se hallaba relacionada a un tipo de arte, incluso la todavía artística astronomía tenía su musa propia, dedicada a iluminar las mentes de los observadores de constelaciones. De todas ellas era Euterpe, caracterizada siempre con un aulos (instrumento de viento griego), la responsable de la creación musical. Su nombre significa “la dadora de placer”. Podemos ver entonces, que ya desde los tiempos de Homero la música tenía un rol protagónica incluso dentro del círculo artístico. Mientras las demás musas poseían nombres mucho más banales (“aquella de mucho himnos”, “la melodiosa”, etc.), Euterpe era la dadora de placer, demostrando que la música tenía un poder único que las demás artes no podían equiparar. Ésta llenaba de regocijo y júbilo a todo aquel que la experimentaba. Aún más, el hecho de que música signifique “arte de las musas” la eleva aún más en jerarquía, ya que en realidad todas las artes eran inspiradas por musas, pero era únicamente la música aquella que llevaba esta relación con lo divino en su mismísimo nombre.
Dejando de lado un poco la mitología nos encontramos con definiciones dispares por doquier. La más básica de ellas es considerar a la música como el arte que utiliza sonido como medio. La simpleza de dicha afirmación es verdaderamente un arma de doble filo. Goza de total belleza, y es tan concisa que parece albergar inmensa armonía. Sin embargo, se ve un tanto sesgada por su simpleza. Su mayor problema es el de no contemplar ninguna verdadera característica de lo que es la música. Según esta definición no hacen falta notas, ritmos, ni melodías, simplemente arte fluyendo en forma de sonido. Demasiado limitado en mi opinión.
La Real Academia Española nos presenta un panorama totalmente opuesto, con cuatro definiciones, algunas de ellas demasiado pomposas. Sin embargo, aparecen conceptos muy interesantes, y que son verdaderamente claves a la hora de acercarnos un poco a lo que significa involucrarnos en una experiencia musical. Para empezar contempla a la música como la combinación de melodía, ritmo y armonía. A grandes rasgos esto es correcto, aunque en la realidad no se pueden desechar los efectos del timbre y la textura de los sonidos, de los matices y los volúmenes. De esta forma incorporamos las nociones básicas de los ladrillos que se usan para construir un edificio musical. La siguiente definición que resulta interesante dice que la música es una sucesión de sonidos modulados para recrear al oído. Esto pone en evidencia otros dos aspectos muy interesantes. El primero de ellos es la dependencia temporal. La música es un arte que fluye a través del tiempo, a diferencia por ejemplo de la pintura. El tiempo es un súbdito de la música, listo a obedecer ante las estrictas reglas rítmicas impuestas por su amo. Aún más, es precisamente la cualidad periódica de los sonidos lo que diferencia una nota de un ruido. La primera presenta una estructura temporal inmutable, su onda sonora presenta repeticiones de su forma (períodos) a un tiempo exacto. El ruido no tiene una simetría temporal, por lo tanto la información que provee no presenta importancia musical. La segunda característica a resaltar es que la música es recreación, deleite o placer, como ya bien habían descubierto los griegos. Es justamente esto lo que la convierte en una bella arte, pero ese es un terreno en el que todavía no vamos a adentrarnos. Finalmente llegamos al último punto que la Academia tiene para ofrecernos, el cual afirma: “Arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, de suerte que produzcan deleite, conmoviendo la sensibilidad, ya sea alegre, ya tristemente.” En contraposición con nuestra primera definición, ésta excede totalmente lo necesario. No hace falta aclara que los sonidos pueden proveer de la voz humana o de los instrumentos, ni que la sensibilidad puede ser perturbada de forma positiva o negativa, ambas cosas redundantes y obvias. Sin embargo por primera vez vemos la hermosa palabra “combinar”, verdadera síntesis de lo que un artista hace, y por ende es la primera en contemplar la creación y no solo el producto. Además, hecha luz sobre el asunto ya discutido del deleite generado por la música. Según esta definición, el placer ocurre cuando se conmueve la sensibilidad del ser. Por ende, la música posee ahora una dirección, y esa es ir directamente a la esencia del individuo y perturbarlo. De esta forma, la música en su totalidad cobra un nuevo matiz. No sólo hemos profundizado en el aspecto sonoro, sino que hemos agregado además las etapas de creación y recepción que inevitablemente tienen que formar parte del proceso.
Otra definición (extraída esta vez de Wikipedia) habla de la música como “el arte de organizar sensible y lógicamente una combinación coherente de sonidos y silencios,… mediante complejos procesos psico-anímicos.” En este sentido, la música presenta una estructura, la cual se genera de forma racional y transmite ciertas emociones. Es justamente a esta estructura necesaria para la construcción musical a la cual Goethe se refería al decir que la arquitectura es “arte congelada”. Además, la ausencia de sonido pasa a jugar un papel importante también en la música. El silencio es un arma más en el arsenal del compositor, y tiene resultados asombrosos en un obra, puede cambiarle totalmente la atmósfera o destruirle el sentido.
Es indudable que no se puede tocar este tema sin hacer referencia a la música como un lenguaje. Se cree que en sus orígenes, música y habla eran todavía una misma entidad al servicio de la comunicación. A medida que se fueron desarrollando las habilidades sociales del hombre, ambas partes tomaron distintos caminos y se consolidaron como estructuras distintas, con sus propias reglas. Sin embargo la música retiene su carácter comunicativo. Del mismo modo en que las oraciones transmiten información intelectual, las melodías son el medio de comunicación que desarrollamos para intercambiar información emotiva. De esta forma, la música presenta un medio para igualar las respuestas emotivas de un grupo de personas (ejemplos de esto se pueden ver relacionados a la guerra y las conductas antisociales, por nombrar meramente un par).
En la actualidad, los límites de lo que consideramos música están constantemente bajo el ataque de nuevos y revolucionarios compositores. No hace ni falta mencionar la tan citada obra 4,33 de John Cage, en la cual los intérpretes suben al escenario para permanecer en silencio durante cuatro minutos y medio, luego de lo cual se paran, reciben la ovación del público y se van. Visionario opinan algunos, intrascendente otros. La realidad es que ésta y otras obras parecidas no sirven un fin musical sino meramente filosófico, poniendo al descubierto un choque de paradigmas. Otro compositor iconoclasta del último siglo es Karlheinz Stockhausen, conocido entre otras cosas por componer un cuarteto de cuerdas en el cual cada instrumentista se encuentra volando en un helicóptero mientras toca. En otras de sus obras, el compositor alemán entrega una hoja con instrucciones, en lugar de partituras, en la cual se lee: “No pienses en NADA. Espera hasta que todo esté quieto dentro de ti. Cuando hayas alcanzado este estado, comienza a tocar…”. La música aleatoria, los instrumentos preparados y la incorporación de la tecnología son otros puntos críticos hoy en día, suscitando continuas disputas con respecto a la calidad musical de las composiciones que incorporan dichos recursos.
Pero con toda seguridad el cambio más brusco que se ha producido en los últimos tiempos ha sido el de la destrucción de la música como productora de placer. El gozo se ha desprendido de la música a principios del siglo XX en la música docta, seguido de cerca por corrientes similares en el jazz y el rock pocas décadas después. Hoy en día la vanguardia desecha la dulzura y amabilidad cultivadas en el pasado por las diversas corrientes artísticas, privilegiando la lucha, el caos y la furia. Terminamos este recorrido entonces de la misma forma en la que lo comenzamos, en la compañía de Euterpe, la dadora de deleite. La única diferencia es que esta vez nos hayamos en su entierro.