La llegada de Dream Theater a la Argentina generaba furor en el seno de la cultura progresiva nacional, pero en mi corazón no había lugar más que para las dudas. Los recitales que la banda había ofrecido en el año 2008 habían tenido una profunda repercusión en mí, en mi forma de ver y pensar la música. Me habían impactado de principio a fin, dejando una huella que difícilmente se borraría con el pasar de los años… o eso pensaba yo en aquel entonces. Sin embargo, dos años son mucho tiempo, y hoy puedo afirmar que aquella marca se ha diluido en gran medida. Puedo decir sin titubear que soy hoy un hombre mucho más maduro que en aquella ocasión, tanto personal como musicalmente. Creo que he llegado a un punto esencial en el desarrollo de la persona, y lo he atravesado. Un punto que, citando a Kansas, se podría definir como el “Point of Know Return”, aprovechando el juego de palabras. Los años han pasado, la experiencia y el conocimiento han aumentado, y uno ya no puede volver atrás y cultivar nuevamente ese fanatismo ingenuo del pasado. Uno no puede vivir más de las opiniones de los demás ni ser condecente ni seguir de forma ciega al rebaño. ¿Tiene sentido comprar la entrada para ver una banda cuyos últimos 2 discos me resultan insípidos; una banda que se mantiene alimentada únicamente de un virtuosismo egocéntrico y cuya actitud hacia la música es artificial y vacía? Un gran dilema. Luego de mucho meditar llegué a la conclusión de que no había nada que perder, incluso podía llegar a confirmar de forma personal aquello que la música transmitía a la lejanía.
Llegué al estadio cuando ya sonaban los psicodélicos y estridentes acordes de Bigelf, y me sentí velozmente transportado a la segunda mitad de los años ’60. La banda se mostró a si misma como una máquina del tiempo, personificando en el presente los excesos típicos de una época que hace mucho ha cesado de existir. Su sonido se podría describir como similar al del Pink Floyd de Barrett, pero desde un punto de vista más cercano al hard rock de los primeros discos de Sabbath o Purple (por momentos me hacía acordar a la banda estadounidense Astra, de corte muy similar), añadiendo a la mezcla un virtuosismo y nivel técnico más típico de la modernidad. La banda resultó ser una grata sorpresa, otorgando al público varias de sus retorcidas composiciones, que muchas veces hacían uso de una locura lúgubre, acercándose peligrosamente al movimiento doom (que dicho sea de paso es el nombre de su primer EP, Closer to doom). La agrupación, que estuvo presente en la alineación del festival Progressive Nation del 2009, tuvo una buena conexión con el público local, el cual reconoció con emoción su performance con una fuerte despedida.
Finalmente el momento de la verdad había llegado. Luego de apagarse las luces comenzó a sonar la misma intro con la cual la banda se había presentado 2 años antes, verdaderamente una señal de mal augurio. Como era de esperar, el recital comenzó con los dos primeros temas del último disco, A nightmare to remember y A rite of passage. La calidad del sonido mostró sus falencias desde el comienzo, lo cual perjudicó especialmente a Myung (como es costumbre ya) y a Rudess, y teñiría el recital durante toda su duración, hechando a perder secciones que de otra forma hubiesen sido mucho más interesantes. LaBrie comenzó cantando como si tuviese un megáfono en vez de un micrófono, con un sonido muy raro y distorsionado. A pesar de esto debo de admitir que me sorprendió su actuación, mostrándose muy preciso casi siempre (excepto especialmente en ciertos agudos de In the name of God) y realizando ciertos arreglos muy interesantes. Petrucci demostró desde el inicio que es un ser impenetrable, tanto musicalmente como personalmente. Sus solos técnicos sonaban casi tan interesantes como su cara de pocos amigos. Tengo una teoría que dice que a medida que sus bíceps crecen de forma artificial, su personalidad decrece proporcionalmente. Sería interesante ponerla a prueba. Del otro lado del escenario Myung movía sus dedos de forma veloz y precisa, sin que un solo sonido saliera de su bajo. Rudess giraba obsesivamente alrededor de su pie móvil, casi sin prestarle atención a aquello que estaba tocando. Sin embargo interpretó un solo que debo admitir, me dejó totalmente boquiabierto. La primera vez que le presté atención a Portnoy se encontraba realizando una desagradable mezcla entre rap y death grunt, lo cual me dejó muy poco conforme.
Más allá de las criticas personales, la música me resultó (tal cual lo esperaba) tremendamente tediosa. Su progresividad se asienta sobre bases totalmente artificiales, y la banda se retroalimenta de virtuosismos personales completamente egocéntricos y hedonistas, convirtiendo cada solo en un evento cuasi masturbatorio. La longitud de los temas es totalmente indebida en proporción a su contenido, y los desarrollos siguen estructuras repetidas hasta el hartazgo y exploradas en demasía en el pasado. Incluso las líneas vocales se han reducido a meros vómitos vocales monotonales y con fines meramente percusivos (claro ejemplo de esto es el primer minuto y medio de A rite of passage). La banda ha perdido todo su lado melódico, exterminando lo poco que quedaba de influencia sinfónica y sentando las bases de un progresivo moderno inconsistente.
Hasta este momento todo era más que predecible, pero estaba a punto de recibir un golpe que no me esperaba. Se imaginarán la sorpresa que me llevé cuando, al sacar la vista del escenario, me topo con un público eufórico cantando los temas desde lo más profundo de sus almas. Realmente a pocos parecía importarle todo aquello que mi mente no podía parar de notar. En un momento casi me paro y grito “¿Acaso no se dan cuenta que estamos leyendo una carta de suicidio?”. Pronto me di cuenta que mi intento iba a resultar inútil. Dejé a la gente disfrutando de su felicidad, mientras yo me preguntaba cómo podía ser que una banda buscara con tanta tenacidad que perdiera noción de aquello que se había propuesto encontrar.
Como una brisa de aire fresco, recibí el tema Hollow years, que a pesar de encontrarse en un disco intrascendente es un tema para tener en cuenta. El mismo se vio decorado por un solo de guitarra y uno de teclado, funcionando como prólogo y epílogo respectivamente. Petrucci utilizó su momento para recuperar algo de humanidad, mientras que Rudess comenzó desperdiciando el suyo más preocupado por sus artefactos que por la música que generaban. De todas formas pudo recuperarse y hacer brillar cada nota de su interpretación con un talento espectacular. Esto confirma otra de mis sospechas: Rudess no es más que una víctima del régimen maligno que el capitán Portnoy y su lugarteniente Petrucci han impuesto en la banda, un crimen del que tanto el talentoso tecladista como el silencioso bajista son víctimas. A pesar de esto, se pudo comprobar de forma práctica y veraz la diferencia de calidad intrínseca que separa a los temas nuevos de los viejos, los cuales al tener bases sólidas permiten una libertad de improvisación mucho mayor.
A continuación la banda intentó ofrecer Prophets of war, tema que fue desechado por la totalidad del público, que lentamente parecía despertar y comprobar la farsa con sus propios ojos. Cuando la ceguera comenzaba a desaparecer y las caras se tornaban cada vez más largas, la banda se vio forzada a recurrir a una estrategia drástica, e interpretó The dance of eternity, de cuyas garras poderosas ni yo pude resistir. Para consolidar el terreno ganado, el setlist continuó con One last time y Spirit carries on para conformar un triplete del Scenes from a Memory que cambió totalmente el ambiente que se vivía en el recinto. La gente explotó en la más genuina demostración de aprobación ante los temas que se le estaban ofreciendo, gritando y vitoreando a todo pulmón. Nuevamente me encontré inundado de felicidad al escuchar las primeras notas de In the name of God, tema que terminó de desatar la locura en el estadio.
Sin embargo la fachada se desarmó y rodó por el piso al comenzar The count of Tuscany. El viaje por el pasado resultó delicioso, pero lamentablemente debíamos afrontar la realidad antes de que el show culminara. Cada uno de los 19 minutos del tema me resultó interminable. Repetitivo, aburrido, insulso, vacío… no se me ocurre un solo adjetivo positivo que pueda describir esta obra. De nuevo nos hallábamos frente a la estructuralización y vacío inspirativo del cual el disco Black Clouds & Silver Linings es prácticamente una clínica. Hasta la tapa del disco carece de sentido, del mismo modo que su contenido no es más que un rejunte de elementos que viola rotundamente la ley que afirma que “el todo es más que la suma de las partes”. Tan patético es el disco que Petrucci tuvo que pedirle al público que lo aplaudan luego de realizar uno de sus solos. La artificialidad llevada al extremo, o como dice un amigo “la espectacularidad como fin y no como medio”. De pronto, luego de 1 hora y 45 minutos, la música se había ido tan efímeramente como había llegado.
Lo poco de aquella antigua marca que la banda había hecho en mí había sido definitivamente borrada. No son palabras que me sean fáciles redactar, pero son ciertas. Solo queda mirar al futuro y esperar el milagro, pero por lo pronto me despido de Dream Theater, con el dulce recuerdo de aquello que la banda una vez fue.
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