Diciembre, 1877. Un hombre joven ingresa en las oficinas de la Asociación Científica Americana con un extraño aparatejo bajo el brazo. Sutilmente se abre paso hasta el escritorio principal en donde, ante la vista de todos los ahí presentes, deposita la pequeña e inofensiva máquina de color oscuro. Sin ningún tipo de preámbulo, da vuelta a la minúscula manivela con aquella seguridad que se apodera del hombre cuando éste actúa guiado por el destino. La insignificante máquina entonces, con una voz estridente y distorsionada, se presenta a si misma: “Buenos días. ¿Como están? ¿Les gusta el fonógrafo?” De más esta decir que, haciendo gala de tan singular presentación, la patente fue otorgada de forma inmediata al señor Thomas Alva Edison. A partir de ese día, la música pasaría a ocupar no sólo tiempo, sino también espacio.
Como suele ocurrir en este tipo de ocasiones, el inventor fue completamente inconsciente de las consecuencias que su obra derramaría por sobre las sociedades. Inmerso en un mundo de leyes físicas y materiales conductores, el visionario emprendedor alcanzaba únicamente a entrever una mejoría en el sistema de telégrafos. La gente, igualmente ingenua, se agolpaba frente a los primeros fonógrafos parlantes en las plazas y escuchaba una reproducción de su propia voz grabada segundos atrás, todo por el módico precio de un centavo. Sin embargo, una profunda conmoción se estaba gestando, y pasaría poco antes de que el mundo se arrodille ante sus consecuencias. Quizás la única persona consciente de ello en aquel entonces fue el compositor Arthur Sullivan, quien en 1888 luego de presenciar como su propia voz era condensada en un cilindro de cera y posteriormente imitada a la perfección por una simple aguja y un cono, se acercó a Edison con el ceño fruncido, y dijo con total seriedad una afirmación que aún hoy en día mueve a la reflexión: “Estoy aterrado ante el pensamiento de que tanta música mala y deleznable pueda ser conservada en discos para siempre.”
Sus sospechas fueron confirmadas de inmediato. Los materiales de grabación se volvieron más sólidos y fáciles de manipular, las grabaciones cobraron mayor longitud y mejor calidad. Tan solo 10 años luego de que Edison diera el puntapié inicial, se creaba en Filadelfia la American Graphophone Company, empresa que se convertiría posteriormente en Columbia Records. La fabricación de gramófonos comenzaría tímidamente, con una producción de unas 3 o 4 máquinas por día que realizaban en su tiempo libre los trabajadores de una fábrica de máquinas de coser. Este tipo de situaciones que hoy en día nos llegan como anécdotas de un mundo casi surreal, eran típicas de finales del siglo XIX, época en la que la reproducibilidad de la música era algo más cercano al ocultismo que a la vida civilizada, concepción que le valió a Edison el sobrenombre de “el mago de Menlo Park”, lugar en que se encontraba su residencia.
Pronto se descubrirían las ventajas de fabricación y almacenado que el disco presentaba frente a los cilindros. Su invención, a cargo de Emile Berliner, iría de la mano de la creación de la Deutsche Grammophon, compañía germana pionera en la industria musical, que comenzaría vendiendo sus discos en jugueterías para luego ampliarse y ofrecer su mercadería también en bicicleterías (bicicletas en verano y discos en invierno, era el slogan). El nuevo siglo vería el nacimiento de los primeros artistas en consolidarse a través de la venta de discos. El tenor italiano Enrico Caruso, y el cantante afro americano George Washington Johnson destacaron de aquella camada inicial que demostró al mundo el potencial ilimitado que la naciente industria poseía. Sin embargo, sus detractores aún podían encontrarse por doquier. El cantante de ópera Feodor Chaliapin demoró años en firmar un contrato discográfico por miedo a perder la voz cuando ésta fuera grabada; mientras que el director de orquesta Otto Klemperer opinaba que “escuchar un disco es como acostarse con una fotografía de una bella mujer”.
En los años ’20 los avances en la tecnología radiofónica se alzaron como un serio peligro para la industria discográfica, aunque finalmente ambos enfoques pudieron dejar de lado sus diferencias y estrechar sus manos en signo de pacífica colaboración. 1925 fue el año de comercialización de los primeros discos grabados de forma digital, y ya para 1927 se lanzaba la primera película sonora, The Jazz Singer. Acoplados al creciente desarrollo técnico, los récords de ventas se batían año tras año, a medida que artistas de la talla de Louis Armstrong, Bessie Smith y Benny Goodman dejaban su música plasmada para la eternidad. Se podría señalar a este momento como la verdadera transición que convirtió a la industria de la grabación en la verdadera industria de la música.
Pronto llegaría el vinilo y los equipos económicos de reproducción, el boom de ventas de la posguerra, los primeros discos de oro y la consolidación de los formatos LP y EP. La invención de las cintas magnéticas no solo aumentaría exponencialmente las ventas, sino que modificaría sustancialmente la creación de la música misma, desde la músique concrète de Stockhausen al vanguardismo de Frank Zappa y el pop de The Beatles o The Beach Boys. A su vez, Les Paul, no conforme con ser el creador de la guitarra eléctrica, fabricaría también los primeros dispositivos de grabación multipista. Desde acá, el camino se torna más familiar y transitable: el sonido estereofónico, la alta fidelidad, y la llegada de los primeros walkman; cada paso se constituía como un peldaño más hacia la irremediable consolidación institucional.
Sin embargo, y como tantas veces en la historia de esta peculiar industria, la revolución se encontraba a la vuelta de la esquina. En 1981, y luego de casi seis años de arduo trabajo que culminaron en un esfuerzo en conjunto de las compañías Sony y Philips, se realizó la primera prueba oficial del disco compacto, siendo la Sinfonía Alpina de Richard Strauss la homenajeada. Al año siguiente, el mercado se vería inundado de Cds, entre los cuales destacaron instantáneamente las producciones de ABBA, Billy Joel y The Bee Gees, que conformaron el equivalente al Big Bang del audio digital. Ya para 1985 la gente quedaba anonadada frente a la venta de un millón de copias del Brothers in Arms de Dire Straits, suma que hoy en día resultaría prácticamente ridícula frente a los más de 50 millones de Thrillers que habitan las discotecas hogareñas de todo el mundo. La vorágine de consumición y renovación había finalmente inundado (y contaminado) al mundo de la música.
Las consecuencias de esta tendencia son predecibles. Las discográficas comenzaron a funcionar como las inmensas compañías transnacionales que antaño plagaban únicamente la explotación de recursos naturales, las telecomunicaciones o la producción alimenticia. Es así como se instauró la especulación económica y la concepción del arte como mero intermediario a la obtención de dinero, necesariamente acoplado a la manipulación de las masas vía bombardeos propagandísticos. La tendencia globalizadora (64 de los 67 discos más vendidos de la historia provienen de ex – miembros del Commonwealth británico) no haría más que perjudicar la voz musical de los pueblos, cuyas bandas y productoras no podían competir en el mercado contra los despiadados gigantes. Este manejo inescrupuloso a su vez afectó de forma sustancial la propia creación musical. Los casos de artistas atropellados por la industria son infinitos, aunque el punto preciso en el que las compañías se convirtieron en el “malo de la película” es difícil de señalar.
La premisa “todo gran artista tuvo en algún momento un choque con su discográfica” es absolutamente irrefutable. Bandas obligadas a cumplir con plazos de lanzamiento, censuradas y reencausadas en direcciones más ortodoxas (y más rentables también), limitadas en su libre expresión y comportamiento, amenazadas y muchas veces dejadas de lado. Como bien decía Frank Zappa en su representación en vivo del tema Titties & beer, para muchos artistas tener un contrato con una compañía discográfica (en este caso Warner Bros.) era literalmente estar atravesando los fuegos del infierno.
Sin embargo, los signos de lucha y rebelión podrían impregnar anales completos de historia musical. Quizás un ejemplo conmovedor es el caso protagonizado por la banda inglesa Henry Cow a mediados de los años ‘70. De un día para el otro vieron como su contrato con Virgin Records era cancelado ya que no le resultaban rentable a la compañía. Frustrados, emprendieron una gira autofinanciada por Europa, durante la cual conocieron muchas bandas con un mismo espíritu… y unos mismos problemas. Decididos a hacer que el mundo escuche su voz, organizaron en 1978 el recital Rock in Opposition (RIO), que evolucionó hacia un colectivo de bandas unidas en su oposición a la industria de la música y las presiones que comprometen la expresión musical. El RIO es aún hoy en día un género de música vanguardista y ecléctica, que retiene aquella esencia y aquel combustible belicoso original.
Pronto se le sumarían las corrientes Do it Yourself (DIY) que tan explícitamente instalaron los movimientos punks. Comenzarían lentamente a nacer también las discográficas independientes, destinadas a captar aquella música dejada de lado para venderla de forma módica a los pequeños grupos de inconformistas. Pero pronto, la industria sufriría una nueva revolución, y esta vez no sería a su favor.
Internet - Caída en las ventas de discos del 25% - 12 billones de pérdidas anuales - Posible causa de suicidio de más de un director general. Nuevamente, y como había ocurrido ya en 1877, la motivación había sido totalmente ingenua: poder compartir música con amigos. Sin embargo el resultado fue Napster; y las consecuencias, masivas. Tan solo operó durante poco más de dos años, al final de los cuales había acumulado demandas de Metallica, Madonna y Dr. Dre. Las grandes empresas no estaban de acuerdo con ver como millones de personas conseguían sus productos de forma gratuita, y Napster se vio obligado a cerrar sus puertas. Muchos otros llegaron para suplantarlo, y sus clientes se multiplicaron a todo lo largo y ancho del globo. Nuevas medidas fueron tomadas, esta vez contra usuarios particulares, pero a pesar de todos los intentos el fenómeno se les escapaba de las manos. Por primera vez en más de un siglo, los empresarios veían como perdían el control del flujo de la música, y la visión los horrorizaba.
Pero no era únicamente el público el que se les escurría entre los puños, sino también las bandas. Con las mejoras tecnológicas en términos de grabación, y la universalidad de la PC y la web, los músicos descubrieron que ya no dependían de las compañías, los productores ni los ingenieros para hacer ni distribuir su arte. Utilizando las plataformas P2P y las ventajas de páginas como YouTube o MySpace, cualquiera podía volverse famoso de la noche a la mañana, sin necesidad de contratos engorrosos y abusivos, ni compañías moldeadoras y succionadoras. Bandas como System of a Down comenzaron a fomentar la descarga de su propia música, aludiendo al hecho en el nombre de su disco Steal this Album. Otros, como Radiohead o Anathema, cansados de la burocracia decidieron comenzar a “colgar” sus discos online, disponibles para descargar de forma gratuita o donando una cantidad de dinero a disposición del comprador. No son pocos los que han descubierto tarde los poderes de la web, grupo al que se sumó recientemente Lars Ulrich (baterista de Metallica), luego de apoyar abiertamente la descarga de su música en el documental Global Metal.
La revolución cibernética ha modificado completamente las reglas del juego, alterando los niveles de poder de los participantes involucrados. Los contratos se vuelven más laxos, a medida que los artistas dependen cada vez más del merchandising y los recitales en vivo para subsistir. Además, la descarga legal de música (implementada con el debut del iTunes Store en el año 2003) ha alcanzado niveles impensados por aquellos que sobrevivieron a la crisis de Napster. Hoy en día más de un cuarto de toda la música se vende por internet. Si bien aún no termina de compensar las mermas producidas en las ventas de Cds, abre la puerta para el desarrollo en un futuro no muy lejano de una nueva y distinta interacción entre las bandas, las discográficas y el público.
En la actualidad nos encontramos frente a una industria que no consigue recomponer su paradigma. Luchando incómoda entre las ventajas y las desventajas de la red, no encuentra la manera de volver a ser la reina del juego. El advenimiento de la cibernética ha destruido aquellos dos preceptos sobre los cuales había construido todo su poderío; hoy por hoy la música no necesariamente cuesta dinero, y no necesariamente ocupa espacio. Quizás sea el momento oportuno para volver el tiempo atrás y recuperar aquella romántica ingenuidad del pasado, en donde uno podía adquirir el último trabajo de Al Jolson mientras le inflaban la rueda trasera de la bicicleta. Quizás la internet posea ese poder, esa capacidad de restituir el halo místico y puro que antaño poseía la música; al fin y al cabo, si podemos escuchar en nuestros parlantes aquella primera grabación de Mary had a little lamb, cantada por el mismísimo Edison, puede que algo de su antigua magia todavía exista.
19 septiembre, 2010
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